Hace unos años, cuando empezó toda la formación de Tisanas de mi Abuela, yo vivía en Aguadulce, un pueblo costero bastante grande que tenía un paseo increíble. 

Todas las mañanas me recorría ese paseo, pensaba y escuchaba. 

Recorría cuatro kilómetros de ida y cuatro de vuelta. Cuando llegaba hasta el final del paseo había un árbol. Concretamente un algarrobo. 

Llegaba hasta el algarrobo, lo tocaba y empezaba el recorrido de vuelta. 

A base de ir, acabé cogiéndole cariño y le puse un nombre: Rafaelillo. 

Llegaba, lo tocaba, sonreía y volvía. 

Poco a poco, Rafaelillo y y o empezamos a tener una conexión más bonita, sutil, más personal. 

Es verdad eso que dice en «El principito» que, cuando le pones un nombre a un zorro deja de ser igual que todos los zorros. 

Rafaelillo empezó a darme regalos. Cuando lo tocaba, tropezaba con una piedra, una rama, una hoja, una vaina… que parecía que quisieran decirme algo y yo… lo sentía… eran amuletos increíbles que yo no bendecía… lo hacía él. 

Por eso, en el curso de Botánica Oculta hice una clase sobre «los regalos de los árboles»

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